En esta época del año, cuando las luces navideñas iluminan nuestros hogares y el calor de la familia nos reconforta, es inevitable reflexionar sobre lo que hemos sido, lo que somos y lo que podríamos llegar a ser como nación. La Navidad nos recuerda los valores que deberían guiarnos siempre: la solidaridad, la honestidad, la fe y el amor al prójimo. Sin embargo, también nos obliga a mirar el lado oscuro de nuestra realidad: esos males que nos atan a una perpetua miseria moral, espiritual y económica.
No podemos ignorar que, durante décadas, hemos sido testigos de un país gobernado por una clase política y económica que, con pocas excepciones, ha puesto sus intereses por encima de los de la nación.
Este sistema, sostenido por la corrupción, la avaricia y el desprecio por el bien común, ha asfixiado nuestras posibilidades de desarrollo. No se puede construir una nación cuando quienes deberían liderarla han olvidado los principios más básicos de ética y responsabilidad.
La pobreza moral de quienes ostentan el poder ha traído consigo pobreza económica y espiritual. Nos han dividido, enfrentado y hecho creer que es imposible vivir de otra manera.