En San Carlos de mi infancia muchas viviendas tenían un sistema de captación de agua lluvia y almacenamiento en aljibes (palabra de origen árabe). Era una forma de garantizar agua potable para uso doméstico y consumo humano, antes de que el acueducto proveyera el preciado líquido a los hogares («Ya Santiago tiene/ lo que no tenía/ una planta eléctrica/ y agua en tubería», rezaba un merengue). En mayo, mes de las lluvias y de las flores a María, los aljibes quedaban repletos. El agua reposada salía fría, protegida de las inclemencias del sol tropical.
Alcancé estos aljibes en la vivienda de los hermanos Luis Manuel, Aurora y Fefa Piantini, al lado de mi abuela Emilia Sardá Piantini, en La Trinitaria 2, colindante con la Escuela Brasil que construyeran los americanos bajo la Ocupación del 16 al 24 (esos marines se adelantaron al 4% para educación, porque creían en este servicio público como en el de salud y el desarrollo de infraestructuras modernas, para lo cual tomaron préstamos millonarios).
En mi familia el tema del acueducto tiene su historia. Crecí escuchando el relato de la muerte trágica de Luis Conrado del Castillo, el tío mayor considerado con justeza un patricio moderno, líder de la resistencia cívica a la Ocupación Americana. Acaeció el 8 de noviembre de 1927 cuando iba en un Chevrolet descapotado hacia la finca Alameda de la familia en la carretera Duarte, en compañía de su madre Dolores Rodríguez y de dos sobrinos. Visitarían a mi padre, un muchachón de 18 años, convaleciente bajo tratamiento que requería reposo y aire puro de campo. El carro chocó con un camión cargado de tubos y varillas para el acueducto, en construcción.